En Primavera sus labios mutan. Florece, afuera, una textura blanda, como de seda, en la parte más externa y visible y que sirve de escaparate para mirones, poetas y perdedores. Casi como una cubierta plástica lisa, el techo de un invernadero rosáceo que dora el sol e incita al abuso o en última instancia, al suicidio. Húmedo, frío, casi de látex, como una cámara pálida que guardase dentro algodón y es separada de la parte más interna, donde no llega la mirada, por una brecha de pellejo muerto que hace de trinchera arrugada, de papel contorsionista. Se organiza como el pan crujiente cuando se rompe, luciendo pinchos, recovecos y agujeros que casi pareciera un filtro que atrapase a las palabras innecesarias, desechables. En el fondo, tras la frontera violenta, yace un lago helado rosa intenso, casi rojo y en cuya superficie se deshace el frío en una película fina de agua, apuesto que dulce, y que acaba ahogando al frenillo. Tiene pequeñas motas más oscuras, como un granito sin dureza o una especie de membrillo con clase, sin rigidez, elegante.
Sus labios en Primavera mutan, pero seguro que besan igual, que no trabajan diferente. Inundando con actividad frenética, casi deslumbrante, toda la ciudad, incluyendo, por supuesto, a mis ojos, mi presente, mi ansiedad; a mis labios. Eran otros los suyos cuando yo los coroné, aún no habían mutado. Y ahora, cuando la locura llama al hambre, siento, torpe, con cierto magnetismo, que he perdido algo imperdible entre ellos; cercano, familiar y que ya no está... o peor, que también ha mutado.
Aunque pensándolo bien, no sabría afirmar si realmente me perdí o me encontré... O peor, me encontró.
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