- Un atardecer en París, finales del XIX. Jean Louis entró en la modesta iglesia de piedra. Alguien practicaba con el órgano. Se acercó al confesionario y se arrodilló. "Ave María purísima", dijo. "Sin pecado concebida", le respondió una voz oculta tras una celosía de madera. "Padre, confieso que he pecado".
Tras la séptima campanada, una sombra salió de la iglesia. El sol anaranjado se reflejó por un breve instante en un objeto que la figura hizo desaparecer inmediatamente entre los pliegues de su abrigo. Un niño desharrapado se le acercó pidiendo limosna, pero retrocedió renqueando al ver la expresión adusta de Jean Louis. O quizá fueran las pecas carmesíes que adornaban su rostro.- ¿Ya has cumplido el trabajo? Ya veo - sonó un tintineo apagado al golpear la bolsa contra la mesa -. Aquí tienes lo tuyo. Sacrebleu, Marcel tenía razón. Eres eficaz.
Sin mediar palabra, Jean Louis recogió la bolsa y salió de la oscura habitación. Cruzó la tienda de lámparas entre los destellos de los faroles y salió a la calle procurando no hacer sonar la campanilla de la puerta. Caminó entre callejones hasta que llegó a la taberna en la que alquilaba una habitación, donde pidió que le subieran la cena y una jarra de vino. Enjuagó su hoja con agua de una jofaina y la guardó. Estaba desabotonándose la camisa cuando una muchacha entró cargada con una bandeja:
- ¡Pardieu, monsieur, lo siento! No sabía que... - Sus ojos se fijaron en las cicatrices que surcaban el pecho del hombre frente a ella, y, ruborizada, dejó la bandeja y salió de la habitación.
Jean Louis cenó solo, como solía, y despachó la jarra de vino a sorbos lentos y ceremoniosos. Sacó su laúd de su estuche y dejó a sus dedos bailar ante el fuego de la estufa, a un ritmo melancólico y sordo.
G.
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