miércoles, 10 de julio de 2013

Y otras drogas.

“Pasa la vida”.

Aquella frase retumbaba en su cabeza aquella noche y no había forma humana de hacerla desaparecer. La rabia de ese momento se podía identificar con la padecida al descubrirte repitiendo una canción sin conciencia ni remedio una y otra vez. Pensó en la sevillana cuyo nombre y letra incluían las palabras que en la negrura de su habitación la afligían y que no podía ignorar, pero la sensación estaba muy lejos de parecerse a la que se experimenta bailando tal canción en plena Feria de Abril.

“Pasa mi vida”.

En ese momento hubiera preferido mil veces sentirse desdichada por la presencia del típico mosquito de verano y su molesto zumbido que por aquel insomnio. Ya antes había sufrido problemas para conciliar el sueño y había pasado largas y oscuras horas en vela: durante los exámenes de la universidad, a consecuencia del calor, por el alcohol…. Comenzó a recordar y, como se esperaba y a la vez odiaba, a añorar las dulces borracheras con sabor a whisky y sus seguidas resacas con dolores de cabeza que afloraban con el amanecer desde la playa. Vaso tras vaso, hielo tras hielo, amigo tras amigo, risa tras risa, locura tras locura. De todo aquello, calculó, podían hacer ahora unos treinta y cinco años e, irónicamente, se acordaba de todo. Aquel día, a las tres de la madrugada, hora de la que acababa de informarle su reloj despertador, la causa de su desvelo era, sin embargo, otra.
¿Se arrepentía? ¿Había merecido la pena? Volvió de nuevo la mente atrás, esta vez para encontrarse en su cocina. Al escuchar los primeros ronquidos de su actual marido se había levantado de la cama y buscado de nuevo entre los cajones de los manteles para sacar la ansiada botella allí escondida. Trago tras trago, silencio tras silencio pero, sobretodo, alivio.

“Pasan nuestras vidas”.

Continuó buscando la respuesta a esas preguntas en sus recuerdos. Viajaba ahora hacia la habitación blanca de hacía pocos años. La desesperación, las enfermeras, los médicos, psicólogos, medicamentos. Horas muertas llorando, echando de menos el gusto del licor descendiendo por su garganta pero, por encima de todo, la voz de su esposo, culpable, finalmente, de su internamiento.

Pasa su vida.

Cambió de postura por enésima vez. Ya no sabía que hacer, lo había intentado todo y había sido en vano. Se recordó de nuevo (había perdido la cuenta de las ocasiones en que esa imagen había volado por su mente aquella noche) sentada sobre la taza del cuarto de baño, con los ojos cerrados y un miedo espantoso a abrirlos. No quería descubrir lo mismo que los meses anteriores y, a pesar de haber perdido a esas alturas cualquier tipo de esperanza, pensó que el color que vería al destapar sus ojos sería el azul. Fue el rojo.

“No hay vida”.

Tampoco entonces, y aún habiéndose retrasado el asunto más de una semana, habría bebé. Pronto cumpliría los cincuenta y su ginecóloga ya le mencionaba la también difícil pero factible posibilidad de adoptar.

Sonaron los cuatro pitidos del despertador que señalaban tal hora. Sus párpados cayeron, las lágrimas también. Solo en aquel momento comprendió: “No ha merecido la pena. Pasó mi vida”. 
RFB.

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