“Pasa la vida”.
Aquella frase retumbaba en
su cabeza aquella noche y no había forma humana de hacerla desaparecer. La
rabia de ese momento se podía identificar con la padecida al descubrirte repitiendo
una canción sin conciencia ni remedio una y otra vez. Pensó en la sevillana
cuyo nombre y letra incluían las palabras que en la negrura de su
habitación la afligían y que no podía ignorar, pero la sensación estaba muy
lejos de parecerse a la que se experimenta bailando tal canción en plena Feria
de Abril.
“Pasa mi vida”.
En ese momento hubiera
preferido mil veces sentirse desdichada por la presencia del típico mosquito de
verano y su molesto zumbido que por aquel insomnio. Ya antes había sufrido
problemas para conciliar el sueño y había pasado largas y oscuras horas en
vela: durante los exámenes de la universidad, a consecuencia del calor, por el
alcohol…. Comenzó a recordar y, como se esperaba y a la vez odiaba, a añorar las dulces borracheras con sabor a whisky y sus seguidas resacas con dolores de
cabeza que afloraban con el amanecer desde la playa. Vaso tras vaso, hielo tras
hielo, amigo tras amigo, risa tras risa, locura tras locura. De todo aquello,
calculó, podían hacer ahora unos treinta y cinco años e, irónicamente, se
acordaba de todo. Aquel día, a las tres de la madrugada, hora de la que acababa
de informarle su reloj despertador, la causa de su desvelo era, sin embargo,
otra.
¿Se arrepentía? ¿Había
merecido la pena? Volvió de nuevo la mente atrás, esta vez para encontrarse en
su cocina. Al escuchar los primeros ronquidos de su actual marido se había
levantado de la cama y buscado de nuevo entre los cajones de los manteles para
sacar la ansiada botella allí escondida. Trago tras trago, silencio tras
silencio pero, sobretodo, alivio.
“Pasan nuestras vidas”.
Continuó buscando la
respuesta a esas preguntas en sus recuerdos. Viajaba ahora hacia la habitación
blanca de hacía pocos años. La desesperación, las enfermeras, los médicos,
psicólogos, medicamentos. Horas muertas llorando, echando de menos el gusto del
licor descendiendo por su garganta pero, por encima de todo, la voz de su
esposo, culpable, finalmente, de su internamiento.
Pasa su vida.
Cambió de postura por
enésima vez. Ya no sabía que hacer, lo había intentado todo y había sido en vano.
Se recordó de nuevo (había perdido la cuenta de las ocasiones en que esa imagen
había volado por su mente aquella noche) sentada sobre la taza del cuarto de
baño, con los ojos cerrados y un miedo espantoso a abrirlos. No quería
descubrir lo mismo que los meses anteriores y, a pesar de haber perdido a esas
alturas cualquier tipo de esperanza, pensó que el color que vería al destapar
sus ojos sería el azul. Fue el rojo.
“No hay vida”.
Tampoco entonces, y aún
habiéndose retrasado el asunto más de una semana, habría bebé. Pronto cumpliría
los cincuenta y su ginecóloga ya le mencionaba la también difícil pero factible
posibilidad de adoptar.
Sonaron los cuatro pitidos
del despertador que señalaban tal hora. Sus párpados cayeron, las lágrimas
también. Solo en aquel momento comprendió: “No ha merecido la pena. Pasó mi
vida”.
RFB.
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