El desvalorado arte de decir
"poblema" acompañaba esa boca cateta que hacía de buzón intermitente y
olía a ferretería pueblerina. No muy lejos, sus labios casi no se rozaban por
asco y sus dientes, roídos por la cal y los años, parecían un mar de chinchetas
disperso entre la oscuridad de sus fauces. Dentro de su tesoro oral custodiaba
con soberbia ese flujo de miel que bañaba
su dentadura y rodeaba con decoro el culo de un cigarrillo robado, clave de su
maquinaria poeta. Pese a ello y su innata manía de cecear, aquel
viejo sonámbulo de plazas al sol y burdeles de desvelo no hacía más
que dejar escapar golondrinas disfrazadas de palabras, disparos de sal y
baladas macabras. Su escasa melena, aún
en imperante niñez, era un ramillete de huracanes en cautividad planeando la
fuga de su andar torpe y su equilibro coreografiado. Escribía en un soplo de
arroz, rimaba savia con carraspeo, fantasmas con deseos, pasado con
destierro.
Sus pies eran herramientas de pesca, goteando como lata de atún de despensa de
abuela, agonizando en perfecta controversia con sus pestañas de marfil y su
mirada de rayo de Luna llena.
Sus manos, descritas en la página de
sucesos como un mar agrietado por el éxtasis más bellaco, resultaron el
preámbulo del asesor del pecado, del ascensor ensangrentado. La manicura de
formol y las uñas cosidas por la crudeza putrefacta de aquellas pecados
alabados y la exaltación de aquellos gritos al cuadrado.
Pánico en el templo, la mirada asfaltada,
un ego sin gravedad y la espalda resquebrajada.
Siempre alerta: el rencor desafinado, la
sonrisa destemplada y los versos desenvainados… Y antes de pedirte fuego ya te
habrá robado el mechero.
Entre deshielo de copas y cráteres cardíacos afirmaba
haber bajado el precio de sus sogas para los hombres cornudos que juraban
cordura a sus gordas mujeres sudadas. Él carecía de una por “haber matado ya
demasiados agujeros”, tal y como gritaba en verbenas de inocentes, donde se desahogaba
bajo el eco de un “te espero” y corría tras las monjas de primer año
gritando “¡Manos arriba, esto es una misa!”
A sus espaldas le perseguía un ejército de sombras en la
oscuridad, de molinos con ansias de revancha y cualquiera de esos Dioses de
rebajas y de rodillas haciendo penitencia en busca de su perdón, de
amnistía para un amigo creador y portando el cartel: “Apadrina una mentira”. Al
frente le avizoraba un mundo cuya mitad le debía unas disculpas y la otra media
una respuesta. A la altura de su ancla dislocada, con la boca bien abierta,
acechaban aquellos que juzgan la voz del mudo y la caligrafía del poeta, los
mismos lobos afónicos que hablan con la claridad de un hombre bueno y la
contundencia de uno malo.
Cianuro para desayunar, el alma de caoba y el medio ocre. La frente tatuada: “Agitar antes de usar” y la
lengua arañada y obsequiada a la Luna como muestra de gratitud, de espina en la sonrisa. Las 00:15, el héroe se
prepara: Atisba el abismo, se engalana el antifaz, desabrocha sus tentáculos y
entre carraspeos, serenatas y lloros hace las delicias de princesas de falda de
neón, apadrina vicios en palangana y
trueca esperanza por inspiración. Y no lo callen, no lo necesita, pero a
contraluz resultaba un demonio desnutrido, el recuerdo de la única dama que se
atrevió a robarle un “te quiero” de luto, regalándole la mala fama de haber
sentido y no haberlo consentido.
Era un monstruo de receta, un cínico con guantes, Caronte
con agujetas, un cerdo bañado en diamantes rezando convulsiones con cegueras
perversas, visitando el Edén por la autopista de la ruina de la plata. El
cerebro cosido a bultos y el corazón olvidado en la almohada. Velando por la
necesidad de las noches estrelladas perdía las mañanas dibujando embarazadas
locas a orillas de la mar, pendientes de un brazo de su mirada. Amante de Caín,
diseñaba epitafios por encargo mientras tramaba la fuga de aquella vieja manta
de piel que lo cubría, nefasta y fría; matar la condena de las tareas del alma.
No se compadezcan, pero dejen propina: Loco busca Luna para asaltar vida y
saldar muerte. ¿Pena? Pena la suya por no saber desear lo deseable y morirse de
celos por no manosear las nubes, por ser un terremoto con sus andares de remate
y traficar con cuentos epatas bajo su barba anidada por ratas; olvidado refugio
carmesí. Y aún así disparad, que su carcasa de cartón siempre está mojada,
áspera y a espera de otro suspiro amargo, de los besos cabizbajos de los
antagonistas de esta (de)función low cost.
Por motivos que no querréis entender, aquel
día los federales lo encontraron boca abajo, con su titánico cuerpo cantando
entre cristales, besándole los talones al
olvido. De fondo una tira de celuloide con sus víctimas vestidas de poesía, un
hedor a tripas rotas y el eco aún vivo en su cabeza de los últimos gritos que
hizo rimar. Y al desangrarse, un soplo inadvertido inundó sus revés con un
torbellino de interrogaciones entre polvo de deseo, demora y deshonra; de hilo,
deshielo y delirio; de mugre, mugidos y muerte.
Epitafio: Al hastío de
la inocencia, al estío de la muerte, a la embriaguez de mis víctimas…Y a la
obviedad de la vida.
Juan Íñigo Gil
11/07/13
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