Cambié pertenencias por permanencias, y esto fue lo que me quedó.
Me queda París violada por la punta del
desorden, la desidia protectora, un Dios de baja por depresión, un antifaz;
agua turbia y algodón.
Me queda este genocidio de versos
desesperados, el humo en las venas, el desdén, el pe(s)cado de entre tus
caderas. Me queda vida que matar para seguir muriendo en paz, quimera mundana,
una médula de alquitrán, y la acidia del poeta estoico.
Me queda aprender a escribir, me queda
desdeñar palabras desnudas que buscan piel para depilarse y poetas cuentagotas;
me queda aún la violencia en verso, epitafios para vuestros sastres y recuerdos
zifios de vuestras madres. Un cortejo de fiambres, una orgía en un enjambre.
Me queda lo que me falta y viceversa, el funambulismo
por tus pestañas, los suspiros rojos, las pupilas coronarias y la calma. Las
prisas de la presa, la prosa del preso. Me quedan formas de desafinar mi mente
de Kubrick y tu cuerpo Tarantino. Supongo que aún me queda el sueño de
Arlequín, una llaga en la bandera y coger aire antes de ahorcarme.
Me quedan balas en los bolsillos, hormigas en
los huesos y mil héroes muertos. Nietzsche aniquiló a Dios, Radiohead mató al
pop y el resto me lo dejaron a mí, que crónicamente clónico abanico mi tropel
de recuerdos al azar, oro mis tropas de ripios y tumbo la fortuna del mito
sesgado; ¡Atrévanse a pasar, me quedan la voz opícea, los ojos opacos y las
manos orgullosas!
Cambié pertenencias por permanencias y fue
entonces cuando la verdad era la víctima, la voracidad el verdugo y los tres
puntos, en lugar de ser suspensivos, resultaron de sutura.
… Aún me queda que los monstruos aprendan a
reír.
Juan Íñigo Gil
10/07/2013
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