Sus primeros pasos ya iban encaminados
hacia una vida de terror, lastimera y desdichada, entre trincheras y
zumbidos, de odio, violencia y volatilidad. Adoctrinado recién
empezada la pubertad, aprendió a sujetar un fusil bajo la bandera
yihadista al tiempo que algunos jóvenes, al otro lado del mundo,
mojaban la cama. Jamás tuvo ocasión de vivir y jugar como un niño;
en cambio, fue incitado a participar en esta lucha infernal donde
héroes y villanos convergían en una misma palabra, soldados.
Yo en cambio, nacido de una familia
media, con una infancia de ensueño, acabé aquí por el orgullo de
servir a mi patria; drásticamente, a mi llegada, mi vida dio un giro
caótico; Con el luto a diario como recibimiento, fui sometido a una
rutina macabra, una bienvenida al Tártaro del Inframundo.
Y de estas formas, dos vidas tan
dispares confluyen temporalmente.
Entre gritos de júbilo fue bien
recibida la bala que hice atravesar a ese pobre chico en una
emboscada suicida; todavía recuerdo su cuerpo inerte sobre un
sepulcro improvisado rodeado por aquella explanada baldía, un
festín para los gusanos; entonces, vivía un contraste perpetuo
entre instinto de supervivencia y principios morales, usted jamás
podrá entender que supone apretar un gatillo, ver como se escapa la
vida por los ojos y ser pagado por ello. La gloria es una sensación
casi tan putrefacta como la muerte. Así que, si quiere condecorar a
un soldado con esta estúpida medalla, señor presidente, busque los
huesos carcomidos de este chico, y colóquesela a él, una de las
tantas víctimas labradas por su estúpida guerra, por su estúpido
país y por su estúpida política de exteriores.
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