Me enchufo los casos y empieza la terapia de grupo. Dejo mi testamento
en un post-it, junto a una foto vacía, y salgo a la calle con la confianza de
un hombre feo y la destreza de uno guapo, con mis andares de pulpo y mi
conversación de mujer sorda. Las manos
en los bolsillos, contando las balas y la droga en la boca, mimando las alas.
A primera vista puedo parecer un mierda, pero ahórrese la duda, lo soy.
Soy una boñiga poeta desde las chanclas a la chistera. Carezco de fe y amor
propio, sólo tengo vértigo a la bipedestación y media bellota.
Camino, que junto a comer, es lo único que se me da bien. El viento me
peina y tu recuerdo me tiñe las ojeras. Voy cabizbajo, oliendo a vinagre, y las
floristas me saludan, y las mujeres me ladran. Sigo masturbándome mentalmente, deshojando
palabras, firmando mi diario de poseso, regalando mi caridad de tirano.
Mala yerba, ojos claros. Me acompañan un picor de alma, Guatánamo en la
cabeza y un Duty Free en la entrepierna. Me pregunto si llego tarde mirando el
reloj que tengo pintado en la muñeca, sabiendo que para el tiempo la vida es
una errata. Saco mi libreta y apunto un par de ripios, voy ensayando epitafios.
Leo mi lista de cosas favoritas y sonrío, por orden: las mujeres, las palabras
y los niños; intento jugar con los tres de diferente manera. En cierto modo,
soy un niño poeta que busca mujeres para que le dejen sin palabras.
Voy esquivando las cicatrices del suelo, desintegrándome con/por el
tiempo, mimando mis traumas pensando lo aburrido que se vive siendo la
caricatura de lo que nunca seré. Uno vive entre precios y sin valor, esperando
a morir para ser uno mismo, tapando goteras con fundas mentales en lugar
de bailar bajo la lluvia. Esta vida está hecha para vivir la muerte y que al
final de ésta recemos: No me arrepiento, fundamentalmente porque ya no
tengo tiempo.
Y es que vivir consiste en escapar en un mundo sin escapatoria.
Pero no me oigan, y sobre todo, no me escuchen, sigan tiñéndose el pelo
para pensar que tienen el control sobre sus cabezas, sigan rezando para no ser
los protagonistas en su funeral, consumiendo para evitar consumirse. Yo sin
embargo, aunque signifique ser pobre, prefiero ser autosuficiente, como las
historias del abuelo o una mujer de largos dedos. Sigo esperando que el dinero
pase de moda o que Dios explique su único milagro: Ser útil sin llegar a
existir.
Así somos, hay quien se suicida por miedo a la muerte.
Paso por una esquina y me acuerdo de mi único amor. Aquella noche
aprendí que borracho, el amor puede ser capicúa. La noche era joven, rubia y
tonta, y acabé presentándole a mis padres. Tras varios abortos, terapias y
charlas contra enfermedades sexuales, un día, echándola de menos, ella me echó
de más; al parecer, no cabíamos tantos en la cama. Por primera vez mi madre
coincidía con mi camello y mi logopeda: ‘Aquella mini falda no tapaba ni sus
piernas ni tus carencias, búscate una mujer cuyo número de CI supere al de su
sujetador’.
Intenté superarlo con el rigor de los poetas moribundos y las musas
muertas, pero la poesía no me calma y mi psiquiatra ha dejado de fiarme. Pero
tampoco pienso aburrirles con mis penas y sus ofensas, mis deseos y sus temores.
Además, si sigo hablando solo, seguro que me tachan de loco e intentan
desordenar mis pensamientos nauseabundos, mi carácter suicida, mis escusas para
dominar el mundo. Por otra parte, ya casi he llegado.
La puerta está abierta y mi familia y amigos esperan. Entro, saludo, y
voy directo a mi cometido. Estoy nervioso, intento no sobreactuar. Van de
negro, algunos lloran. Tomo asiento en mi trono de madera, me acomodo y me
tumbo. Me tiran rosas, suenan palabras, pero ya no las oigo. Cierran mis ojos y
tapan el ataúd. Por fin, el fin, el mundo se acaba y yo con estos pelos.
Juan Íñigo Gil
24/12/13
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