martes, 3 de diciembre de 2013

La Estación

Había un señor masturbándose en los lavabos de la estación. Lo vi, escupió torpemente sobre el orinal salpicándose el pene y salí antes de que me pidiera amablemente participar. Decidí sentarme en el banco más cercano, custodiado por  grafitis, litronas y condones; me senté sobre ‘te quiero, mi chochito’, a la vera de un fuerte de cartones anidado por un señor con barbas manchadas de leche, gorro y encías sangrantes.
Justo cuando iba a abrir el maletín para revisar mis últimas gestiones, vino un ser bigotudo enlatado en uniforme azul y, bajo la autoridad de su placa y su porra, comenzó a amenazar (eso sí, cortésmente) al viejo de al lado por ‘estar fumando en un lugar restringido’. Mientras el viejo se hacía el loco eructando y cantándole el Cara al Sol, un tipo enchaquetado y con guantes de látex  pasaba por detrás con una maleta que derramaba polvo blanco.

El ladrido de la mascota de aquella gorda debido a dicha carga se intercalaba con el discurso del opresor y las flatulencias del barbas. El señor de látex, ansioso por el silencio y la velocidad, disparó en plena estación al ojo izquierdo del perro con una precisión sobrecogedora, y de la nada surgieron tres hombres, dos rechonchos mellizos con perilla y en tirantes, y un albino; los cuales, en defensa de la gorda y su perro sangrante y hablando un idioma hortera, alegaban pelea al ser el hijo, el padre y el marido de la susodicha.

Se oían gemidos en el lavabo y el vigilante pasó a ejecutar una lección moral de golpes sobre el mendigo de al lado. Inmerso en el ritmo de los puñetazos, coordinaba su respiración con los eructos del barbudo. Para entonces, justo detrás el hombre de látex ya había manchado de sesos la columna con el cartel de ‘Guarden Silencio’ y la señora gorda, al ver tal carnicería, se arrojó a las vías donde la barrería el tren de cuatro y diez (el vigilante alegaría en el futuro juicio que la felación del copiloto lo distrajo).

El barbudo reía entre golpes, el señor del baño no se cansaba y el personal de limpieza venía a ritmo lento para limpiar la obra del señor del látex, de cuya presencia ya solo quedaba una hilera de polvo blanco. El grupo de yuppies que se asentaban en el banco contiguo grabándolo todo para sus redes sociales, aprovechó el intervalo de llegada del servicio de limpieza para barrer a su manera la hilera blanca del pistolero. En seguida volvieron como en estampida a poblar su banco y redes sociales, excepto uno que se quedó convulsionando.

El mendigo sangraba por el oído cuando llegó el personal de limpieza a ritmo calmado debido al dildo que llevaba entre las nalgas, se trataba de un anciano con auriculares gigantes acompañado de su nieta, quien esquivando al yuppie y su vómito con suma agilidad, se metió equivocadamente en el lavabo de caballeros. El anciano, animado por el ruido de sus auriculares comenzó a mover las manos armoniosamente, con dulzura, como si manejara una orquesta mientras estudiaba cuánta lejía debía utilizar para borrar tanta sangre y se oían de fondo los golpes del bigotudo, las risas del barbudo, los gritos de su nieta, el tecleo de los yuppies y los gritos de socorro del vomitivo.

Salió la nieta con las manos amordazadas y sus rizos rubios reñidos de blanco. Atrás, el señor de lavabo, que suspiraba y aún tenía los ojos volteados. Todo parecía mucho más calmado, el limpiador, abatido aún por la duda, decidió echarse un cigarrito, el vagabundo ya había muerto y el yuppie convulso aprovechó una arcada débil para sacarse una foto y cambiar la de su perfil en Facebook.

El vigilante, secándose el sudor y la sangre, me saludó con voz aguda, recolocándose la placa, ‘Que tenga un buen día, y recuerde que está prohibido fumar entre andenes’ y llamó al limpiador, ‘Sebastián, cariño, recoge rapidito y vámonos, que se enfría la cena’. Sebastián recogió de malas ganas y puso los cadáveres en una bolsa que acabaría en el contenedor de orgánicos. Acto seguido cogió a su nieta y viendo la faena del señor del lavabo, le guiñó un ojo y lo invitó a la cena.
Solo quedábamos los yuppies y yo cuando llegó el autobús. Pagué en efectivo y ocupé la última plaza. Por fin, aproveché la calma y el silencio para poder ojear el maletín y recontar su contenido: un tampón recién usado, un mano sin uñas y un cursillo de ventriloquia.


Escrito  la noche del 29/11/13 en Plaza de Armas. Basado en hecho casi reales… Lógicamente, yo nunca pago en efectivo.

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