Había un señor masturbándose en los lavabos de la estación.
Lo vi, escupió torpemente sobre el orinal salpicándose el pene y salí antes de
que me pidiera amablemente participar. Decidí sentarme en el banco más cercano,
custodiado por grafitis, litronas y
condones; me senté sobre ‘te quiero, mi chochito’, a la vera de un fuerte de
cartones anidado por un señor con barbas manchadas de leche, gorro y encías
sangrantes.
Justo cuando iba a abrir el maletín para revisar mis últimas
gestiones, vino un ser bigotudo enlatado en uniforme azul y, bajo la autoridad
de su placa y su porra, comenzó a amenazar (eso sí, cortésmente) al viejo de al
lado por ‘estar fumando en un lugar restringido’. Mientras el viejo se hacía el
loco eructando y cantándole el Cara al Sol, un tipo enchaquetado y con guantes
de látex pasaba por detrás con una
maleta que derramaba polvo blanco.
El ladrido de la mascota de aquella gorda debido a dicha
carga se intercalaba con el discurso del opresor y las flatulencias del barbas.
El señor de látex, ansioso por el silencio y la velocidad, disparó en plena
estación al ojo izquierdo del perro con una precisión sobrecogedora, y de la
nada surgieron tres hombres, dos rechonchos mellizos con perilla y en tirantes,
y un albino; los cuales, en defensa de la gorda y su perro sangrante y hablando
un idioma hortera, alegaban pelea al ser el hijo, el padre y el marido de la
susodicha.
Se oían gemidos en el lavabo y el vigilante pasó a ejecutar
una lección moral de golpes sobre el mendigo de al lado. Inmerso en el ritmo de
los puñetazos, coordinaba su respiración con los eructos del barbudo. Para
entonces, justo detrás el hombre de látex ya había manchado de sesos la columna
con el cartel de ‘Guarden Silencio’ y la señora gorda, al ver tal carnicería,
se arrojó a las vías donde la barrería el tren de cuatro y diez (el vigilante
alegaría en el futuro juicio que la felación del copiloto lo distrajo).
El barbudo reía entre golpes, el señor del baño no se
cansaba y el personal de limpieza venía a ritmo lento para limpiar la obra del
señor del látex, de cuya presencia ya solo quedaba una hilera de polvo blanco.
El grupo de yuppies que se asentaban en el banco contiguo grabándolo todo para
sus redes sociales, aprovechó el intervalo de llegada del servicio de limpieza
para barrer a su manera la hilera blanca del pistolero. En seguida volvieron
como en estampida a poblar su banco y redes sociales, excepto uno que se quedó
convulsionando.
El mendigo sangraba por el oído cuando llegó el personal de
limpieza a ritmo calmado debido al dildo que llevaba entre las nalgas, se
trataba de un anciano con auriculares gigantes acompañado de su nieta, quien
esquivando al yuppie y su vómito con suma agilidad, se metió equivocadamente en
el lavabo de caballeros. El anciano, animado por el ruido de sus auriculares
comenzó a mover las manos armoniosamente, con dulzura, como si manejara una
orquesta mientras estudiaba cuánta lejía debía utilizar para borrar tanta
sangre y se oían de fondo los golpes del bigotudo, las risas del barbudo, los
gritos de su nieta, el tecleo de los yuppies y los gritos de socorro del
vomitivo.
Salió la nieta con las manos amordazadas y sus rizos rubios
reñidos de blanco. Atrás, el señor de lavabo, que suspiraba y aún tenía los
ojos volteados. Todo parecía mucho más calmado, el limpiador, abatido aún por
la duda, decidió echarse un cigarrito, el vagabundo ya había muerto y el yuppie
convulso aprovechó una arcada débil para sacarse una foto y cambiar la de su
perfil en Facebook.
El vigilante, secándose el sudor y la sangre, me saludó con
voz aguda, recolocándose la placa, ‘Que tenga un buen día, y recuerde que está
prohibido fumar entre andenes’ y llamó al limpiador, ‘Sebastián, cariño, recoge
rapidito y vámonos, que se enfría la cena’. Sebastián recogió de malas ganas y
puso los cadáveres en una bolsa que acabaría en el contenedor de orgánicos.
Acto seguido cogió a su nieta y viendo la faena del señor del lavabo, le guiñó
un ojo y lo invitó a la cena.
Solo quedábamos los yuppies y yo cuando llegó el autobús.
Pagué en efectivo y ocupé la última plaza. Por fin, aproveché la calma y el
silencio para poder ojear el maletín y recontar su contenido: un tampón recién
usado, un mano sin uñas y un cursillo de ventriloquia.
Escrito la noche del 29/11/13 en Plaza de Armas.
Basado en hecho casi reales… Lógicamente, yo nunca pago en efectivo.
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