Me desperté. El sol aún no asomaba entre las
rendijas del tragaluz de mi alcoba cuando salí de la cama. Todavía adormilado,
me aseé, me vestí y salí al corredor. Bajé por las escalinatas hacia la sala
común para tomar un frugal desayuno de gachas e infusión de kâeff. La amplia sala
estaba bañada por el fulgor tenue de las antorchas de aire que colgaban del
techo. Sentados a la mesa estaban Alexis, el aprendiz de arquitecto, y Annah,
la lingüista. Tras la breve comida, volví a mi alcoba para recoger mi alforja y
mi capa de lana y salí de la Casa de Estudiantes.
El viento helado castigó mi cara en cuanto atravesé
el portón. Cerré firmemente la capa en torno a mi cuello y caminé subiendo la
calle empedrada mientras los primeros rayos de sol iluminaban un tímido cielo
azul pálido. Sentía a la ciudad despertar perezosamente: el quejido de los goznes
al abrir los postigos de las casas, el cacarear de las gallinas en los
corrales, el olor a pan recién hecho al pasar cerca de la tahona...
No había andado más de cien pasos cuando llegué al
camino que llevaba a la caverna de Maetrom, según estaba indicado por unas
rudimentarias inscripciones en el propio suelo. Este discurría por una empinada
pendiente a lo largo de escalera natural en la propia Roca Originaria sobre la
que fue construida la ciudad. Las calles se convirtieron en techo a medida que iba
descendiendo por aquella escalera, y la luz se iba perdiendo. Cuando pareció
que quedaría completamente a oscuras, vi al fondo el brillo de una antorcha que
señalaba el camino. Seguí bajando a tientas, agarrándome fuertemente a la
piedra, que estaba húmeda y fría de la noche anterior. Así continué mi descenso
hasta que me pareció haber bajado cuarenta veces mi propia altura. El aire se
enrarecía por momentos y la débil luz que aportaban las antorchas adquiría
tintes verdosos según penetraba en el corazón de la roca por aquel peregrino
sendero. A ello se sumaban los lejanos susurros que llegaban como traídos
por un eco gutural, pues aquella criatura a la que pertenecía esta morada
estaba llegando. Mas esto no consiguió amedrentarme, sino que me hizo apretar
el paso para alcanzar lo antes posible el seno de aquella guarida.
Con el corazón acelerado por la carrera y la tensión
del momento, llegué al borde del Canal en el momento preciso en el que ella
aparecía. Un enorme cuerpo serpenteante recubierto por escamas duras como el
acero seguía a una cabeza que devoraba la oscuridad con el brillo de sus ojos.
Esa enorme criatura medía lo que un hombre adulto de alto y al menos cincuenta zancadas
de largo. Agazapado en un rincón oscuro, esperé a que parase para descansar. Su parada duró el momento justo para que tomase una enorme bocanada de
aire. Abrió las branquias que tenía a todo lo largo de su ser, emitiendo un
estrepitoso ruido por la fricción de unas escamas contra otras, y aproveché el
instante en que estaban abiertas para saltar al interior de su voluminoso
cuerpo. El calor y el fétido olor de las vísceras de aquel animal casi me
dejaron sin sentido durante unos segundos, pero me mantuve firme el tiempo
suficiente para agarrarme a uno de los salientes de la pared interna de la gigantesca
serpiente, y así continuar el sinuoso recorrido de aquella bestia por los
túneles que había excavado en lo más profundo de la Roca.
Hubo varios descansos más, y en el quinto, siguiendo
el consejo que me dieron al llegar a la ciudad, aproveché la respiración de la
criatura para salir de ella. Mis ojos, ya acostumbrados a la oscuridad casi
total del viaje subterráneo, podían intuir con mediana claridad el contorno de
aquel lugar. Parecía una caverna no muy diferente de aquella por la que había
entrado anteriormente. Mientras andaba despacio, palpando la pared rugosa,
tropecé con unos escalones que subían hacia la superficie. Tras un largo paseo por
aquel túnel estrecho, ascendiendo cada vez más, noté cómo el aire se hacía
menos pesado e incluso a veces una fría brisa me rozaba la cara. Tras un par de
recodos más, la claridad era evidente, y la temperatura descendía por momentos.
Volví a ajustarme la capa y salí de aquel lugar.
Al término de la escalera, alcé la vista y ante mí
se mostraban, ya a plena luz del día, los magníficos edificios de la Casa de la
Curación, de la mejor mampostería que hubiera visto jamás. Contuve la
respiración involuntariamente. Había viajado a la ciudad para trabajar como
aprendiz de curandero en ese lugar, y sabía que aquel día sería el primero de una
larga etapa.
M. G. Ferrer
No hay comentarios:
Publicar un comentario