miércoles, 4 de diciembre de 2013

Comienzo

Me desperté. El sol aún no asomaba entre las rendijas del tragaluz de mi alcoba cuando salí de la cama. Todavía adormilado, me aseé, me vestí y salí al corredor. Bajé por las escalinatas hacia la sala común para tomar un frugal desayuno de gachas e infusión de kâeff. La amplia sala estaba bañada por el fulgor tenue de las antorchas de aire que colgaban del techo. Sentados a la mesa estaban Alexis, el aprendiz de arquitecto, y Annah, la lingüista. Tras la breve comida, volví a mi alcoba para recoger mi alforja y mi capa de lana y salí de la Casa de Estudiantes.

El viento helado castigó mi cara en cuanto atravesé el portón. Cerré firmemente la capa en torno a mi cuello y caminé subiendo la calle empedrada mientras los primeros rayos de sol iluminaban un tímido cielo azul pálido. Sentía a la ciudad despertar perezosamente: el quejido de los goznes al abrir los postigos de las casas, el cacarear de las gallinas en los corrales, el olor a pan recién hecho al pasar cerca de la tahona...

No había andado más de cien pasos cuando llegué al camino que llevaba a la caverna de Maetrom, según estaba indicado por unas rudimentarias inscripciones en el propio suelo. Este discurría por una empinada pendiente a lo largo de escalera natural en la propia Roca Originaria sobre la que fue construida la ciudad. Las calles se convirtieron en techo a medida que iba descendiendo por aquella escalera, y la luz se iba perdiendo. Cuando pareció que quedaría completamente a oscuras, vi al fondo el brillo de una antorcha que señalaba el camino. Seguí bajando a tientas, agarrándome fuertemente a la piedra, que estaba húmeda y fría de la noche anterior. Así continué mi descenso hasta que me pareció haber bajado cuarenta veces mi propia altura. El aire se enrarecía por momentos y la débil luz que aportaban las antorchas adquiría tintes verdosos según penetraba en el corazón de la roca por aquel peregrino sendero. A ello se sumaban los lejanos susurros que llegaban como traídos por un eco gutural, pues aquella criatura a la que pertenecía esta morada estaba llegando. Mas esto no consiguió amedrentarme, sino que me hizo apretar el paso para alcanzar lo antes posible el seno de aquella guarida.

Con el corazón acelerado por la carrera y la tensión del momento, llegué al borde del Canal en el momento preciso en el que ella aparecía. Un enorme cuerpo serpenteante recubierto por escamas duras como el acero seguía a una cabeza que devoraba la oscuridad con el brillo de sus ojos. Esa enorme criatura medía lo que un hombre adulto de alto y al menos cincuenta zancadas de largo. Agazapado en un rincón oscuro, esperé a que parase para descansar. Su parada duró el momento justo para que tomase una enorme bocanada de aire. Abrió las branquias que tenía a todo lo largo de su ser, emitiendo un estrepitoso ruido por la fricción de unas escamas contra otras, y aproveché el instante en que estaban abiertas para saltar al interior de su voluminoso cuerpo. El calor y el fétido olor de las vísceras de aquel animal casi me dejaron sin sentido durante unos segundos, pero me mantuve firme el tiempo suficiente para agarrarme a uno de los salientes de la pared interna de la gigantesca serpiente, y así continuar el sinuoso recorrido de aquella bestia por los túneles que había excavado en lo más profundo de la Roca.

Hubo varios descansos más, y en el quinto, siguiendo el consejo que me dieron al llegar a la ciudad, aproveché la respiración de la criatura para salir de ella. Mis ojos, ya acostumbrados a la oscuridad casi total del viaje subterráneo, podían intuir con mediana claridad el contorno de aquel lugar. Parecía una caverna no muy diferente de aquella por la que había entrado anteriormente. Mientras andaba despacio, palpando la pared rugosa, tropecé con unos escalones que subían hacia la superficie. Tras un largo paseo por aquel túnel estrecho, ascendiendo cada vez más, noté cómo el aire se hacía menos pesado e incluso a veces una fría brisa me rozaba la cara. Tras un par de recodos más, la claridad era evidente, y la temperatura descendía por momentos. Volví a ajustarme la capa y salí de aquel lugar.


Al término de la escalera, alcé la vista y ante mí se mostraban, ya a plena luz del día, los magníficos edificios de la Casa de la Curación, de la mejor mampostería que hubiera visto jamás. Contuve la respiración involuntariamente. Había viajado a la ciudad para trabajar como aprendiz de curandero en ese lugar, y sabía que aquel día sería el primero de una larga etapa.


M. G. Ferrer

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