¡Qué sorpresa cuando el funambulista se bajó la bragueta y empezó a meneársela en mitad del espectáculo! Al principio, no os voy a engañar, el público, siempre moralista, decente y con razón, no se lo podía creer. La abuela se ajustaba las gafas, el niño se escondía tras la espalda de su padre, quien reñía a la madre por mirar, aquel señor calvo, disimulando con cara de asco, sacó unos prismáticos, y otros, la mayoría, simplemente se quedaron atónitos. Mientras tanto el showman, porque recuerden que aquello era un show, seguía a lo suyo, sacudiéndose el bastón entre focos y musiquilla tonta de circo, con movimientos rítmicos y la mirada casi perdida hacia arriba, iluminada por mil luces de colores. Entre el batir de sus castañas y aquella música se fundieron los abucheos que surgieron tras la sorpresa de manera repentina, impulsados cuando el señor que reñía a la madre por mirar comenzó a insultar para parar aquella atrocidad. Rápidamente se le sumaron otros sectores de la grada, incluidos los otros matrimonios, las parejas de jóvenes, los negros, los niños, los calvos y hasta el grupito de monjas de la Caridad, que aprovecharon sus pasteles artesanales para tirárselos sin éxito al sudoso hombre de la cuerda. No crean que los insultos duraron poco o fueron de levedad, aunque al protagonista así le debió resultar, pues con la mano que no tenía libre pedía más, aplaudiendo incluso contra su pierna. Esto pareció calar en un sector de la grada, que ante tal elegancia y majestuosidad interpretó aquel acto como parte del espectáculo, sabiendo integrar tal hecho en el show como una metáfora o una alegoría, siendo además un extra de dificultad tremendo para un hombre que está sobre una cuerda a 20 metros. Por eso, supongo, comenzaron a aplaudir como locos, ovacionando a hombre de las alturas con halagos y piropos. El resto del público, poco a poco, al ver que la intensidad creciente y mayoritaria de este grupo, fueron uniéndose a él como por arte de magia, pasando de la insultos a los ánimos, del asco a la sonrisa expectante. El funambulista, hasta entonces casi en segundo plano, al ver tal apoyo empezó a aligerar el ritmo, subiendo incluso la mano libre en señal de victoria, cerrando el puño. Abajo todos expectantes esperaban ansiosos el clímax del show (El calvo incluso abrió la boca).
Iban todos al compás, creando un ambiente victorioso de palmas rítmicas que tapaban la música, in crescendo, esperando el regalo. Y el regalo vino cuando el funambulista apretó fuerte los ojos y gemió sordamente, como mareándose, salpicando de júbilo y alegría a todo aquél público solemne, decente y racional. Y es que el público siempre lleva la razón. El estadillo de palmas fue increíble, indescriptible. La gente de pie, algunos de rodillas y tragando saliva, las monjitas arrojándole la ropa interior, las parejas abrazándose, blancos limpiando a negros, los niños tomando fotos...
Si por un casual son tan incrédulos como para pensar que me lo estoy inventando o simplemente exagero (quizás también requieran un chorreazo de leche desde las alturas), mejor no les contaré cuando el funambulista, crecido por su éxito rotundo, decidió bajarse los pantalones y, a 20 metros de alturas, ponerse en cuclillas mirando hacia el público.
Juan Íñigo Gil
Abril14
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