sábado, 14 de junio de 2014

'Elena'

Elena tenía las paletas separadas. Y eso me hacía gracia porque cuando sonreía eufórica o hablaba muy rápido, lo cuál era tremendamente habitual, el aire pasaba veloz entre sus dientes, resultando una especie de silbido casi sordo. Eso le daba cierto esoterismo a su manera de comunicarse. Uno podía guardar atentamente la mirada entre sus labios finos y rojos, durante horas, esperando que sonriera o hablara, era como el preludio de una bomba o la apertura de un telón. A ella por contra aquello le debía sentar mal por alguna razón. Siempre andaba preocupada por ese tipo de cosas que supongo que en todas las chicas pasa de manera parecida. Que si las pecas de su cara, las orejas, un grano microscópico, el tamaño de los dedos, y por supuesto, las paletas. Hace un par de Veranos, acomplejada por ello, comenzó a pintarse los labios de colores para desviar la atención. Llegó hasta a dibujarse en el dorso de la mano, con una caligrafía excepcional, un sutil 'Que te jodan' y se tapaba la boca cada vez que sonreía. Siempre tuvo ese mal carácter, como todas las chicas lindas supongo. Bastaba con emplear diminutivos para referirse a ella, "¡Ay, Elenita!" y dejaba de hablarte dos días. Cosas de chicas, supongo. Yo jamás las entendí. Aunque Elenita no era como las demás, debían haberla visto, con qué autosuficiencia y qué clase a la hora de comunicarse, y con todo el mundo. Bastaban dos segundos para sucumbir: uno para enamorarse y otro para arrepentirse. Sobraba con que asomara aquel cuerpo enjuto, pero fibroso, (siempre fue muy atlética, la que más corría de toda su clase), sujetando la cabeza, redonda como una Luna y salpicada por esos ojillos parlantes, la nariz delgada y náufraga entre pecas y aquella boca con sorpresa. Dos segundos. Trataba de no gesticular demasiado, "No quiero ser una vieja arrugada cuando crezca" decía, pero no podía evitarlo. Su cara, cuando se ponía ansiosa, prácticamente siempre, parecía un mar con olas, un impedimento cuando querían fotografiarla. Acompañaba todo además con unos movimientos exagerados de brazos y manos, casi agotadores. A veces incluso de cadera. Parecía al hablar una discusión violenta entre sordormudos o un piojo epiléptico tratando de llamar la atención. Lógicamente siempre lo conseguía, nunca vi persona que no obedeciera a su magnetismo, incluido evidentemente yo. La verdad, nunca estuve a la altura. Y no me extraña, ciertamente, nunca se me dio bien enamorar. De hecho mi estrategia es siempre llegar a ser la única opción y ni aún así soy la mejor. Y eso con ella, claramente, no funcionaría, ni funcionó. Nos limitamos a ser amigos, cómo no, durante años. Y en todo ese tiempo jamás la vi enamorarse. Pareciese que el amor fuera un mecanismo de defensa y ella fuera de sobrada. Estaba a otra altura, a otro nivel. Y en parte lo entiendo, uno más bien se enamoraba antes de su independencia que de ella misma. Debieran haberla visto. Quién pudiera volver a aquella época un plantarle un 'te quiero' heroico, y al fracasar (porque fracasaría), limitarse a espiarla. Quién pudiera, de veras, qué clase, qué elegancia. Pero el tiempo pasa y las cosas obedecen a esa manía inútil de cambiar, y yo sigo soltero, ahora gordo y calvo, anclado en el recuerdo de aquel amor adolescente que ya no veo desde hace años, refugiado en la comida, un trabajo mediocre y en la masturbación; y Elena ahora, ¡Ay, mi Elenita, debí imaginarlo!, Elena ahora viste de botas de cuero, juega al fútbol y se llama Ramón.

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