Me
siento en el inodoro tras el grito de guerra del vientre. No debería haber consumido
esa enchilada pues el escozor anal me recordó a esa noche que tras haber pagado
50 euros por adelantado descubrí que la mujer tenía regalo y por rácano decidí
experimentar.
Tampoco
debí consumir ese yogur medieval ya que su contenido ahora salía como las aguas
del Mekong, turbulentamente pardas y fluidas. Y todas estas aguas las acompaña
el furor de una cascada fétida al chocar contra el fondo del retrete.
Sacaba
al Godzilla que había en mí por los dos orificios en un dueto de armonía gutural
y, con lágrimas en los ojos, soltaba al demonio de mis tripas que se
manifestaba en este mundo material. A falta de Biblia negra agarraba el rollo
de papel higiénico aunque sacrificio humano no faltó pues ya había muerto por
dentro.
Semejante
catarsis acabó en sollozos y el ronroneo de una bestia anal relajada. Arrancaba
hojas de mi Biblia que acariciaban mis posaderas, con el suave tacto de una
madre el cual mi esfínter interpretó como
latigazos.
Me
levanté, pies temblando, había olvidado andar. Sin mirar a mi creación tiré de
la cadena, una trágica despedida para un emotivo momento diario.
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