Podría escribir un poemario titulado <<Inseguridades>>, podría escribirlo sobre una espalda desnuda o sobre el vaho de una ventana que dé a los árboles empapados de rocío temprano a mediados de noviembre, con tinta negra porque no me gustan los bolígrafos que pintan azul, es vulgar, vulgar como los sentimientos que encierro en mi caja torácica y en mi soplo sistólico, estados de ánimos rehechos a mi manera de ver el mundo, convertidos en lo que nunca nadie tuvo y en una amalgama de colores grises (no me malinterpretes, es mi color favorito) que se me escapa por las uñas y se plasman en los "tics" del teclado del portátil mientras escribo esto. ¿De qué estaba hablando yo? ¡Ah! De gamas cromáticas y de opresiones de corazón si te pienso o si te sueño, de la rapidez de chasquido de dedos de mago con la que alguien se convierte en un motivo de pérdida, si sé que no quiero dejar algo marchar es porque le quiero... Tampoco te preocupes, son ráfagas de pensamiento, de aire entre neuronas, de silencios de semifusa, no, qué digo, de garrapatea; es solo que la noche se me echa siempre encima y suena Johann Sebastian Bach, disonancias y digresiones, y yo aquí pensando en ojos azules y en muerte, en cementerios y en hojas naranjas con venas marrones, en el fuego que se consume, en el calor de un abrazo tuyo, en cómo se me quedan huecos los suspiros si no son sobre tu cuello y en cómo dejan de cobrar sentido las sílabas que comencé a teclear hace un buen rato. Bach se volvió Erik Satie y se difuminó en imágenes oníricas surrealistas del siglo XX, sin compases y con pedales, donde un vago recuerdo vaga por La Mancha de mi llanura mental y se despide para recogerse en una caja fuerte sin combinación lógica en la habitación donde se tienen los trastos viejos.
Claudia Otero
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