De entre las preguntas que uno
debe hacerse a lo largo de su vida, Gabriel Mendoza consideraba primordial la
de qué comida sería en caso de poder ser una. A simple vista parece un tema
banal, digno de un divertimento imaginativo pasajero, pero no más. Sin embargo,
Gabriel sabía ver más allá. Su vida, había concluido a sus doce años de edad,
no era más que una serie de excusas y trivialidades bien hiladas en torno a un
factor principal, que era convertir la comida en excrementos. A modo de
ejemplo, diremos que en el examen final de conocimiento del medio de sexto de
primaria se le pidió a Gabriel que diera una definición de la palabra “animal”,
adecuada al nivel de lo que se había estudiado. Parece ser que “ser vivo que
produce caca” no era la respuesta que aparecía en la plantilla de corrección de
la profesora Inés, que quedó tan conmocionada por la repentina revelación que gracias
a ello los hijos de algún psicólogo y los de los distribuidores de Lorazepam
podrán permitirse la Universidad. Como ven, nuestro niño no se andaba con
rodeos. Había descubierto el sentido de la vida, y le fascinaba por qué nadie
más se había dado cuenta. Pues no creía que hubiese una explicación para la
vida, evidentemente, pero el sentido,
entendido como dirección, estaba
bastante claro, y pasaba por varios metros de su tierno intestino. Por tanto,
habiendo resuelto sus aspiraciones filosóficas para el resto de sus días, se
dedicaba a divagar y conjeturar qué comidas eran las más provechosas, además de
sabrosas, para cumplir fielmente su labor como criatura del mundo. Así, la
comida ocupaba un tema central en su obra pictórica y narrativa. De entre sus
pasatiempos favoritos, uno de los que más le atraía era escribir capítulos de
un cómic en el que el protagonista era un sándwich de jamón york con queso, con
todas las peculiaridades y fascinantes aventuras que sin duda el lector podrá
imaginar, y que llevaba como título “Si yo fuera un sándwich mixto”. El último
que había escrito trataba de un sándwich que era olvidado al final de una
bandeja en una fiesta de cumpleaños y nadie se lo comía. Finalmente, como dicho
emparedado no sentía absolutamente nada ni podía expresarse en lo más mínimo,
y, en definitiva, no componía ninguna entidad consciente de sí misma que
mereciera la pena preservar, era arrojado a la basura, reseco y despreciado,
donde se reencontraba con otros compañeros de merienda, formando una
desordenada amalgama de comida que se descompondría en un basurero. Llegados a
este punto, temo estar abusando de la paciencia del lector, pero debo
excusarme, porque, aunque pueda no parecerlo, esto es crucial para entender la
rama política de la escuela filosófica de Gabriel (a la que él mismo llamó la
Saprología, para diferenciarla de la Coprología, su rama más humanística). Y es
que, si los animales en general y las personas en particular son expertas en
producir heces, las sociedades tienen como función convertir todos los recursos
que no puedan ser transformados biológicamente en desechos, en desperdicios que
puedan ser acumulados en enormes basureros, hasta su máxima descomposición o su
incineración. En efecto, absolutamente revolucionario. Gracias al estudio de
los escritos y series ilustradas de Gabriel, y en especial la colección de
capítulos que ya hemos mencionado, los pensadores sociales más avezados tomarán
por fin conciencia de uno de los aspectos más importantes, pero también más
despreciados, de la vida en general. Algún día nos daremos cuenta de que la
producción de excrementos siempre está ahí, desde que nacemos hasta que
morimos. Podremos perder las más elevadas funciones cognitivas, pero jamás
perderemos la capacidad de producir caca mientras estemos vivos. En fin,
debemos agradecer a Gabriel que por fin hayamos encontrado nuestro sino,
nuestro mínimo común múltiplo, para poder gritar con orgullo, como hermanos,
“¡Yo también hago caca!”.
M. G. Ferrer
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