jueves, 24 de julio de 2014

Si yo fuera un sándwich mixto

De entre las preguntas que uno debe hacerse a lo largo de su vida, Gabriel Mendoza consideraba primordial la de qué comida sería en caso de poder ser una. A simple vista parece un tema banal, digno de un divertimento imaginativo pasajero, pero no más. Sin embargo, Gabriel sabía ver más allá. Su vida, había concluido a sus doce años de edad, no era más que una serie de excusas y trivialidades bien hiladas en torno a un factor principal, que era convertir la comida en excrementos. A modo de ejemplo, diremos que en el examen final de conocimiento del medio de sexto de primaria se le pidió a Gabriel que diera una definición de la palabra “animal”, adecuada al nivel de lo que se había estudiado. Parece ser que “ser vivo que produce caca” no era la respuesta que aparecía en la plantilla de corrección de la profesora Inés, que quedó tan conmocionada por la repentina revelación que gracias a ello los hijos de algún psicólogo y los de los distribuidores de Lorazepam podrán permitirse la Universidad. Como ven, nuestro niño no se andaba con rodeos. Había descubierto el sentido de la vida, y le fascinaba por qué nadie más se había dado cuenta. Pues no creía que hubiese una explicación para la vida, evidentemente, pero el sentido, entendido como dirección, estaba bastante claro, y pasaba por varios metros de su tierno intestino. Por tanto, habiendo resuelto sus aspiraciones filosóficas para el resto de sus días, se dedicaba a divagar y conjeturar qué comidas eran las más provechosas, además de sabrosas, para cumplir fielmente su labor como criatura del mundo. Así, la comida ocupaba un tema central en su obra pictórica y narrativa. De entre sus pasatiempos favoritos, uno de los que más le atraía era escribir capítulos de un cómic en el que el protagonista era un sándwich de jamón york con queso, con todas las peculiaridades y fascinantes aventuras que sin duda el lector podrá imaginar, y que llevaba como título “Si yo fuera un sándwich mixto”. El último que había escrito trataba de un sándwich que era olvidado al final de una bandeja en una fiesta de cumpleaños y nadie se lo comía. Finalmente, como dicho emparedado no sentía absolutamente nada ni podía expresarse en lo más mínimo, y, en definitiva, no componía ninguna entidad consciente de sí misma que mereciera la pena preservar, era arrojado a la basura, reseco y despreciado, donde se reencontraba con otros compañeros de merienda, formando una desordenada amalgama de comida que se descompondría en un basurero. Llegados a este punto, temo estar abusando de la paciencia del lector, pero debo excusarme, porque, aunque pueda no parecerlo, esto es crucial para entender la rama política de la escuela filosófica de Gabriel (a la que él mismo llamó la Saprología, para diferenciarla de la Coprología, su rama más humanística). Y es que, si los animales en general y las personas en particular son expertas en producir heces, las sociedades tienen como función convertir todos los recursos que no puedan ser transformados biológicamente en desechos, en desperdicios que puedan ser acumulados en enormes basureros, hasta su máxima descomposición o su incineración. En efecto, absolutamente revolucionario. Gracias al estudio de los escritos y series ilustradas de Gabriel, y en especial la colección de capítulos que ya hemos mencionado, los pensadores sociales más avezados tomarán por fin conciencia de uno de los aspectos más importantes, pero también más despreciados, de la vida en general. Algún día nos daremos cuenta de que la producción de excrementos siempre está ahí, desde que nacemos hasta que morimos. Podremos perder las más elevadas funciones cognitivas, pero jamás perderemos la capacidad de producir caca mientras estemos vivos. En fin, debemos agradecer a Gabriel que por fin hayamos encontrado nuestro sino, nuestro mínimo común múltiplo, para poder gritar con orgullo, como hermanos, “¡Yo también hago caca!”.

M. G. Ferrer

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