La noche pasada tuve un extraño
sueño, e incluso en el transcurso de este, pensé que los fantasmas existían y
que el Paraíso era verdad, porque ahí estabas, nítido, resplandeciente. Pero
tras analizarlo me di cuenta de que tú nunca me hubieses abrazado de motu
proprio, yo era la que extendía los brazos y te retenía un minuto como máximo
ya que te separabas de mí alegando que eso no era lo tuyo, que te ponías
“ñoño”. No me he despertado especialmente contenta. Ya me conoces, tomándome
todo a la tremenda, como si esas cosas tuvieran algún tipo de significado cuando
en realidad son los desvaríos de la cabeza en el momento en el que no le ponemos
freno con nuestra racionalidad. El caso es que hoy fui a visitarte… Menudo
eufemismo ¿eh? Me corrijo: hoy fui al cementerio, busqué un buen rato tu
lápida, porque es la primera vez que voy desde el entierro y no me acordaba del
punto exacto, y te he dejado una botella de cerveza y un peta liado y listo
para ser fumado (que me ha llevado lo suyo), pegado con celo al botellín. He
pintado sobre la fea piedra gris, que lo sepas, y he puesto un absurdo “Burbuja
Irrompible” en la esquina, un poco camuflado tras la hierba que crece sobre tus
restos vaya a ser que te visite alguien y salga creyendo que soy una maleducada
que no respeta a los que nos han dejado.
¿Te habrán comido los gusanos?
Pensar eso me da escalofríos… que tu precioso rostro esté deformado y la tierra
se haya infiltrado dentro del ataúd y cubra tu piel de ahora, células fallecidas,
es una idea repulsiva. Aunque nada de esto es comparable a cuando te vi en el
hospital por última vez, dormido, plácido, bello, sin expresión y con una
sábana impolutamente blanca cubriéndote hasta el pecho; supongo que esto último
debía tener alguna relación con el estado de tus extremidades inferiores.
Tantas veces que lo hicimos, que
caminamos por esa carretera pedregosa y carente de actividad, donde las
culebrillas cruzaban haciendo “eses” de borracha y tú las imitabas más ebrio
todavía, donde le gritábamos al aire y a la brisa y donde reíamos por esas
cosas de las que los jóvenes se ríen.
Ibas sin mi compañía, sin tu
amuleto de la suerte, y por eso sucedió lo que sucedió. Lo siento tanto, que a
veces cuando te recuerdo con verdadera intención, acabo volviendo a casa por la
acera, encogida, con esa incómoda sensación en el esternón, la costura
invisible que se descose quebrando los huesos; esa de la que te burlaste tanto
cuando te lo comenté, pero mucho más dañina e intensa, y la opresión justo
donde termina la garganta que incita a un no llanto atrapado.
Aborrezco que hayas muerto, ojalá
me entrase un cáncer y me fuera al otro barrio, tendría la esperanza de verte.
Aborrezco extrañarte, ojalá volviera a sentir la placidez que solo tú me dabas
con la cercanía de tu cuerpo.
Jamás tendré la valentía de
despojarme de la imagen de tu forma de andar, levemente inclinado hacia
delante, mirando al suelo y con las manos en los bolsillos; larguilucho a pesar
de estar encogido. Los pantalones un poco “cagados”, el pelo descuidadamente
peinado y tus ojos verdes traspasando con una sabiduría que tú mismo
desconocías tener porque la cubrías a base de decir idioteces y de meterte
droga blanda y alcohol.
Sé que tarde o temprano tú te
ibas a quedar estancado en tu desastrosa vida y yo me marcharía, y cuando
volviera, unos meses después, ya no seríamos los mismos. Pero el transcurso del
tiempo ha sido erróneo y el orden de las cosas también, precipitadas en el
vacio o propulsadas a no se sabe dónde, lejos del alcance de mis manos, para
poder atraparlas y volverlas a poner rumbo al curso natural de las cosas.
En cualquier caso, llevo tu alma
circulando por mis venas y tu sonrisa en cada impulso nervioso que se produce
en mis neuronas.
Te quiero mi gran Burbuja
Irrompible.
Cherry.
Claudia Otero
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