lunes, 1 de septiembre de 2014

Carta triste para Andrew Killen

La noche pasada tuve un extraño sueño, e incluso en el transcurso de este, pensé que los fantasmas existían y que el Paraíso era verdad, porque ahí estabas, nítido, resplandeciente. Pero tras analizarlo me di cuenta de que tú nunca me hubieses abrazado de motu proprio, yo era la que extendía los brazos y te retenía un minuto como máximo ya que te separabas de mí alegando que eso no era lo tuyo, que te ponías “ñoño”. No me he despertado especialmente contenta. Ya me conoces, tomándome todo a la tremenda, como si esas cosas tuvieran algún tipo de significado cuando en realidad son los desvaríos de la cabeza en el momento en el que no le ponemos freno con nuestra racionalidad. El caso es que hoy fui a visitarte… Menudo eufemismo ¿eh? Me corrijo: hoy fui al cementerio, busqué un buen rato tu lápida, porque es la primera vez que voy desde el entierro y no me acordaba del punto exacto, y te he dejado una botella de cerveza y un peta liado y listo para ser fumado (que me ha llevado lo suyo), pegado con celo al botellín. He pintado sobre la fea piedra gris, que lo sepas, y he puesto un absurdo “Burbuja Irrompible” en la esquina, un poco camuflado tras la hierba que crece sobre tus restos vaya a ser que te visite alguien y salga creyendo que soy una maleducada que no respeta a los que nos han dejado.

¿Te habrán comido los gusanos? Pensar eso me da escalofríos… que tu precioso rostro esté deformado y la tierra se haya infiltrado dentro del ataúd y cubra tu piel de ahora, células fallecidas, es una idea repulsiva. Aunque nada de esto es comparable a cuando te vi en el hospital por última vez, dormido, plácido, bello, sin expresión y con una sábana impolutamente blanca cubriéndote hasta el pecho; supongo que esto último debía tener alguna relación con el estado de tus extremidades inferiores.

Tantas veces que lo hicimos, que caminamos por esa carretera pedregosa y carente de actividad, donde las culebrillas cruzaban haciendo “eses” de borracha y tú las imitabas más ebrio todavía, donde le gritábamos al aire y a la brisa y donde reíamos por esas cosas de las que los jóvenes se ríen.

Ibas sin mi compañía, sin tu amuleto de la suerte, y por eso sucedió lo que sucedió. Lo siento tanto, que a veces cuando te recuerdo con verdadera intención, acabo volviendo a casa por la acera, encogida, con esa incómoda sensación en el esternón, la costura invisible que se descose quebrando los huesos; esa de la que te burlaste tanto cuando te lo comenté, pero mucho más dañina e intensa, y la opresión justo donde termina la garganta que incita a un no llanto atrapado.

Aborrezco que hayas muerto, ojalá me entrase un cáncer y me fuera al otro barrio, tendría la esperanza de verte. Aborrezco extrañarte, ojalá volviera a sentir la placidez que solo tú me dabas con la cercanía de tu cuerpo. 

Jamás tendré la valentía de despojarme de la imagen de tu forma de andar, levemente inclinado hacia delante, mirando al suelo y con las manos en los bolsillos; larguilucho a pesar de estar encogido. Los pantalones un poco “cagados”, el pelo descuidadamente peinado y tus ojos verdes traspasando con una sabiduría que tú mismo desconocías tener porque la cubrías a base de decir idioteces y de meterte droga blanda y alcohol.

Sé que tarde o temprano tú te ibas a quedar estancado en tu desastrosa vida y yo me marcharía, y cuando volviera, unos meses después, ya no seríamos los mismos. Pero el transcurso del tiempo ha sido erróneo y el orden de las cosas también, precipitadas en el vacio o propulsadas a no se sabe dónde, lejos del alcance de mis manos, para poder atraparlas y volverlas a poner rumbo al curso natural de las cosas.

En cualquier caso, llevo tu alma circulando por mis venas y tu sonrisa en cada impulso nervioso que se produce en mis neuronas.

Te quiero mi gran Burbuja Irrompible.


Cherry.



Claudia Otero

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